Martes de la IV Semana de Pascua

Hech 11, 19-26

Hoy hemos escuchado una concretización de la universalidad de la salvación: el cristianismo que se va propagando por Fenicia, Chipre y Antioquía, la predicación ya no sólo a los judíos sino a los paganos.

Bernabé nos aparece como figura clave en esta expansión.  Bernabé es calificado con calificación máxima: «hombre bueno, lleno del Espíritu Santo y de fe», fue enviado como «visitador apostólico».  Hoy muy difícilmente podemos imaginarnos la real dificultad que para los cristianos de origen judío significaba esa introducción en la fe de tantos paganos.  Bernabé sabe reconocer la acción del Espíritu Santo.

Pero Bernabé hace otra obra maravillosa, promueve a Pablo lo asesora y lo lanza.  No teme Bernabé ya no tener el liderazgo de esos nuevos cristianos, le importa sólo Cristo.  ¿Nos parecemos a Bernabé?

Jn 10, 22-30

La fiesta de la Dedicación, considerada como fiesta de la luz.  Esta fiesta caía en el mes de Kislev (mediados de noviembre-diciembre).  Los judíos se acercan a Jesús, la verdadera luz, y le piden luz, «si tú eres, dínoslo claramente».  Pero Jesús hace notar que no se trata de claridad de enunciados, de ciencia, sino de la luz que el mismo Dios da a los que se abran a ella en sencillez.

Vuelve el Señor a la imagen del Pastor y las ovejas que escuchamos los días anteriores.  Se trata de oír su voz, de conocerlo, de seguirlo.

Hemos oído la voz, en la liturgia de la Palabra, como los discípulos de Emaús, reconozcámoslo en la fracción del pan y sigámoslo decididamente.

Lunes de la IV Semana de Pascua

Hech 11, 1-18

De nuevo aparece en escena el binomio: oración – Voluntad de Dios.

Fue precisamente estando en oración como Pedro y el hombre que fue bautizado por éste, fueron advertidos estando en oración.

Y es que la oración es el medio ordinario por el cual Dios va comunicando su voluntad a sus hijos, de manera que una persona que ora todos los días, y que busca con todo su corazón al Señor sin lugar a dudas que aun en la más oscura de las noches, encontrará el camino seguro; en medio de la crisis caminos de solución; en la pena y el dolor la consolación y sobre todo, en todo momento irá descubriendo la voluntad de Dios para cada uno de sus proyectos e iniciativas.

La oración es el «medio» en el cual el Espíritu se manifiesta, concediendo a sus fieles abundantes dones, carismas y consolaciones. De manera que no orar puede ser considerado como un verdadero suicidio espiritual.

Un santo sacerdote decía: «Nunca dejes lo importante por hacer lo urgente… recuerda siempre que lo más importante de tu día es tu oración».

Jn 10,11-18


Cuando Pedro subió a Jerusalén, los fieles le reprochaban. Lo reprochaban porque había entrado en casa de hombres no circuncisos y había comido con ellos, con los paganos: eso no se podía, era un pecado. La pureza de la ley no permitía eso. Pero Pedro lo había hecho porque el Espíritu lo llevó allí. Siempre hay en la Iglesia –y más en la Iglesia primitiva, porque las cosas no estaban claras– ese espíritu de “nosotros somos los justos, los demás los pecadores”. Este “nosotros y los demás”, “nosotros y los otros”, las divisiones: “Nosotros tenemos la posición justa ante Dios”. En cambio están “los otros”, se dice incluso: “Son los condenados”. Y esa es una enfermedad de la Iglesia, un mal que nace de las ideologías o de los partidos religiosos. Pensad que en tiempos de Jesús, al menos había cuatro partidos religiosos: el partido de los fariseos, el partido de los saduceos, el partido de los zelotes y el partido de los esenios, y cada uno interpretaba la ley según “la idea” que tenía. Y esa idea es una escuela “fuera de la ley” cuando es un modo de pensar, de sentir mundano que se hace intérprete de la ley. También reprochaban a Jesús por entrar en casa de publicanos –que eran pecadores, según ellos– a comer con ellos, con los pecadores, porque la pureza de la ley no lo permitía; y no se lavaba las manos antes de comer…; siempre ese reproche que provoca división: esto es lo importante que yo quería subrayar.

 
Hay ideas y posturas que crean división, y llega a ser más importante la división que la unidad: es más importante mi idea que el Espíritu Santo que nos guía. Hay un cardenal emérito que vive aquí en el Vaticano, buen pastor, que decía a sus fieles: “La Iglesia es como un río. Algunos están más de esta parte, otros de la otra parte, pero lo importante es que todos estén dentro del río”. Eso es la unidad de la Iglesia. Nadie fuera, todos dentro. Y con sus peculiaridades: eso no divide, no es ideología, es lícito. Pero, ¿por qué la Iglesia tiene esa amplitud del río? Porque el Señor la quiere así

 
El Señor, en el Evangelio, nos dice: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y en solo Pastor». El Señor dice: “Tengo ovejas en todas partes y yo soy pastor de todos”. Este todos en Jesús es muy importante. Pensemos en la parábola de la fiesta de bodas, cuando los invitados no querían ir: uno porque había comprado un campo, otro se había casado…, cada uno dio su motivo para no ir. Y el dueño se enfadó y dijo: «Marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis». A todos. Grandes y pequeños, ricos y pobres, buenos y malos. Todos. Ese “todos” es la visión del Señor que vino por todos y murió por todos. “¿Y también murió por aquel desgraciado que me ha hecho la vida imposible?”. También murió por él. “¿Y por aquel bandido?”: murió por él. Por todos. E incluso por la gente que no cree en Él o es de otras religiones: murió por todos. Eso no quiere decir que se deba hacer proselitismo: no. Pero Él murió por todos, justificó a todos.

 
Cristo murió por todos: ¡sigamos adelante!”. Tenemos un solo Redentor, una sola unidad: Cristo murió por todos. En cambio, la tentación… hasta Pablo la sufrió: “Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de este, yo soy del otro…”. Y pensemos en nosotros, hace 50 años, en el postconcilio: las divisiones que sufrió la Iglesia. “Yo estoy de esta parte, yo pienso así, tú así…”. Sí, es lícito pensar así, pero en la unidad de la Iglesia, bajo el Pastor Jesús.

 
Dos cosas. El reproche de los apóstoles a Pedro por haber entrado en la casa de los paganos y Jesús que dice: “Yo soy pastor de todos”. Y: “Tengo otras ovejas que no provienen de este redil. Y debo guiarlas también a ellas. Escucharán mi voz y serán un solo rebaño”. Es la oración por la unidad de todos los hombres, porque todos, hombres y mujeres, todos tenemos un único Pastor: Jesús.

 
Que el Señor nos libre de la psicología de la división, de separar, y nos ayude a ver esto tan grande de Jesús: que en Él todos somos hermanos y Él es el Pastor de todos. Hoy, esta palabra: “Todos, todos”, que nos acompañe durante la jornada.

Sábado de la III Semana de Pascua

Hch. 9, 31-42; Juan 6, 61-70

La primera Lectura empieza: «En aquellos días, la Iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaria. Se iba construyendo y progresaba en el temor del Señor, y se multiplicaba con el consuelo del Espíritu Santo». Tiempo de paz. Y la Iglesia crece. La Iglesia está tranquila, tiene el consuelo del Espíritu Santo, está consolada. Tiempos buenos… Sigue la curación de Eneas, y luego Pedro resucita a Gacela, Tabita…, cosas que se hacen en paz.

 
Pero hay tiempos no de paz, en la Iglesia primitiva: tiempos de persecuciones, tiempos difíciles, tiempos que ponen en crisis a los creyentes. Tiempos de crisis. Y un tiempo de crisis es el que nos cuenta hoy El Evangelio de Juan. Este pasaje del Evangelio es el fin de todo un seguimiento que comenzó con la multiplicación de los panes, cuando querían hacer rey a Jesús, Jesús se va a rezar, ellos al día siguiente no lo encuentran, van a buscarlo, y Jesús les reprocha que lo buscan porque da de comer y no por las palabras de vida eterna… Y toda esa historia acaba aquí. Le dicen: “Danos de ese pan”, y Jesús explica que el pan que dará es su propio cuerpo y su propia sangre.

 
«En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?». Jesús había dicho que quien no comiese su cuerpo y su sangre no tendría vida eterna. Jesús decía también: “Si coméis mi cuerpo y mi sangre, resucitaréis en el último día”. Esas son las cosas que decía Jesús. «¡Duras son estas palabras!». “Es demasiado duro. Algo aquí no funciona. Este hombre se ha pasado varios pueblos”. Y este es un momento de crisis. Había momentos de paz y momentos de crisis. Jesús sabía que los discípulos murmuraban. Aquí hay una distinción entre los discípulos y los apóstoles: los discípulos eran unos 72 o más, los apóstoles eran los Doce. «Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar». Y ante esa crisis, les recuerda: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Vuelve a hablar de aquel ser atraídos por el Padre: el Padre nos atrae a Jesús. Y así es como se resuelve la crisis.

 
Y «desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él». Tomaron distancias. “Este hombre es un poco peligroso… Y esa doctrina… Sí, es un hombre bueno, predica y cura, pero cuando llega a esas cosas raras… Por favor, vámonos”. Y lo mismo hicieron los discípulos de Emaús, la mañana de la resurrección: “Pues sí, algo extraño: las mujeres dicen que el sepulcro… Pero esto huele raro –decían–, vámonos pronto porque vendrán los soldados y nos crucificarán”. Y lo mismo los soldados que protegían el sepulcro: vieron la verdad, pero prefirieron vender su secreto: “Vamos a lo seguro: no nos metamos en esas historias, que son peligrosas”.

 
Un momento de crisis es un momento de elección, es un momento que nos pone ante las decisiones que debemos tomar. Todos, en la vida, hemos tenido y tendremos momentos de crisis: crisis familiares, crisis matrimoniales, crisis sociales, crisis en el trabajo, muchas crisis…

 
¿Cómo reaccionar en el momento de crisis? «Desde entonces, muchos discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él». Jesús decide preguntar a los apóstoles: «Entonces Jesús les dijo a los Doce: ¿También vosotros queréis marcharos?». ¡Tomad una decisión! Y Pedro hace la segunda confesión: «Simón Pedro le contestó: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios». Pedro confiesa, en nombre de los Doce, que Jesús es el Santo de Dios, el Hijo de Dios. La primera confesión –“Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”– y enseguida, cuando Jesús empezó a explicar la pasión que vendría, él lo para: “¡No, no, Señor, eso no!”, y Jesús le regaña. Pero Pedro ha madurado un poco, y aquí no protesta. No entiende lo que Jesús dice, eso de “comer la carne y beber la sangre”, no lo comprende, pero se fía del Maestro. Se fía. Y hace esta segunda confesión: “¿Pero a quién iremos?, por favor. Tú tienes palabras de vida eterna”.

 
Esto nos ayuda a todos a vivir los momentos de crisis. Hay un proverbio que dice: “cuando vas a caballo y debes atravesar un río, por favor, no cambies de caballo en medio del río”. En los momentos de crisis, ser muy firmes en la convicción de la fe. Esos que se fueron, “cambiaron de caballo”, buscaron otro maestro que no fuese tan “duro”, como decían de Él. En el momento de crisis está la perseverancia, el silencio; permanecer donde estamos, firmes. No es el momento de hacer cambios. Es el momento de la fidelidad, fidelidad a Dios, fidelidad a las decisiones tomadas antes. Es también el momento de la conversión, porque esa fidelidad nos inspirará algún cambio para bien, no para alejarnos del bien.

 
Momentos de paz y momentos de crisis. Los cristianos debemos aprender a manejar ambas. Ambas. Algún padre espiritual dice que el momento de crisis es como pasar por el fuego para hacerte fuerte. Que el Señor nos envíe el Espíritu Santo para saber resistir las tentaciones en los momentos de crisis, para saber ser fieles a las primeras palabras, con la esperanza de vivir después momentos de paz. Pensemos en nuestras crisis: las crisis de familia, las crisis del barrio, las crisis en el trabajo, las crisis sociales del mundo, del país… Tantas crisis, tantas crisis. Que el Señor nos dé la fuerza –en los momentos de crisis– de no vender la fe.

Viernes de la III Semana de Pascua

Hech 9, 1-20

Hoy escuchamos la primera narración de la conversión de Saulo.

Este encuentro personal con Cristo le revela algo fundamental en su futura predicación: Cristo Jesús se identifica como cabeza con su cuerpo que es la Iglesia.

«¿Por qué me persigues?»  dice el Señor; «Yo soy Jesús a quien tú persigues».  Pablo hubiera podido replicar: «Yo no te persigo; a quien voy persiguiendo es a un grupo de personas que están rompiendo la unidad de nuestra tradición y están metiendo ideas subversivas».

La condición básica del apostolado, «haber visto al Resucitado y ser enviado por El», se da ahora en Pablo.  Pero esta llamada de Cristo tiene que ser confirmada por la Iglesia; por esto es enviado con Ananías, quien le abre los ojos material y espiritualmente, y lo bautiza.

Pablo comienza a dar su testimonio del Resucitado.

Jn 6, 52-59

Hoy escuchamos la enseñanza explícitamente sacramental del «sermón del Pan de Vida».

Carne y sangre en la mentalidad judía son la expresión del doble elemento del hombre, el material y el espiritual, lo físico y visible, y lo interno y motor.  Los dos forman la totalidad humana vital.  Comer y beber son los dos elementos de la alimentación que da vida.

«Tomen, coman, es mi Cuerpo que se entrega», «tomen, beban, es el cáliz de mi Sangre».

San Juan señala los efectos de la Eucaristía:

-La resurrección y la vida eterna: «Yo lo resucitaré».

-La identificación con Cristo: «permanece en mí y Yo en él».

-La vida por y para Cristo: «el que me come vivirá por mí».

Hagamos verdad y vida lo que hemos escuchado y lo que vamos a realizar.

Jueves de la III Semana de Pascua

Hech 8, 26-40

Estamos escuchando los hechos del diácono Felipe.

Felipe es un «lleno del Espíritu»; fue la condición para su elección al diaconado.  Ahora lo vemos como un «movido por el Espíritu»: «acércate y camina junto al carro…».  Luego, el Espíritu del Señor lo arrebató y lo llevó más lejos.

¡Felipe es un obediente al Espíritu!  ¿Somos obedientes nosotros a su acción?

La Escritura, de por sí, no suscita la fe en el Señor.  El etíope lee y no comprende.  Se necesita la palabra de la Iglesia que lea e interprete.  El descubrimiento de Jesús, de su resurrección, lleva a la expresión sacramental.

De nuevo la característica del encuentro con Cristo: «prosiguió su viaje lleno de alegría».

Con esto llega la fe cristiana hasta el actual Sudán; la Iglesia va siendo católica-universal.

Jn 6, 44-51

Los profetas habían anunciado que en los últimos tiempos ya no se conocería a Dios «por haber oído decir», sino por experiencia personal.  Esto se realiza en Cristo, el Hijo único de Dios, su Palabra personal: «Dios, que de tantos modos habló por los profetas, en estos últimos tiempos nos habló por su propio Hijo».

Cristo es, pues, el don del amor de Dios.  Conocerlo, unirse a El, es un regalo del Padre.  Cristo es el revelador del Padre, pero hay que abrirse a ese don.

El evangelista nos lo presenta como una enseñanza; hay que escucharla y seguirla.

De nuevo escuchamos la afirmación: «Yo soy el pan de la vida».   Y de nuevo se compara a la imagen simbólica del maná.  Jesús, es el verdadero maná.

La última frase que oímos: «El pan que Yo les voy a dar es mi carne…» apunta a la Eucaristía y va a suscitar la polémica: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»

Acerquémonos al Señor, Pan de Vida, en su Palabra y en su memorial.

Miércoles de la III Semana de Pascua

Hech 8, 1-8

Hoy iniciamos los hechos de Felipe, otro de los primeros diáconos.

La muerte de Esteban es punto de partida para la primera gran persecución a la comunidad cristiana.  Nunca faltarán las persecuciones en la historia de la Iglesia.  La primera persecución es causa de la expansión del Evangelio.  Lo que se miraba destructivo y catastrófico es inicio de vida nueva.

La Iglesia con esto alcanzará sus verdaderos horizontes de universalidad.

Saulo que, una vez convertido, pondrá al servicio de Cristo toda su fogosidad, ahora la está empleando contra la Iglesia, que a sus ojos no era sino un grupo herético que venía a romper la tradición de su religión y de su patria.

La reacción samaritana a la predicación y a los hechos maravillosos de Felipe es la típica reacción cristiana: «esto despertó una gran alegría»

Jn 6, 35-40

En el evangelio de Juan hemos escuchado las preguntas que hacían sus paisanos: «¿de dónde viene éste?», «¿quién pretende ser?»

En el  mismo Evangelio encontramos la respuesta expresada en muchos modos: «Yo soy la luz del mundo», «Yo soy la puerta…», «Yo soy el Buen Pastor», «Yo soy la verdadera Vida», «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida».  Hoy oímos otra afirmación: «Yo soy el pan de la Vida».

«Ir a Jesús», «creer en Jesús», son equivalentes.  No es la fe en Jesús meramente el asentimiento a una serie de verdades abstractas; es el don de Dios, recibido, cultivado y expresado en frutos de bien hasta llegar a la vida eterna.

Nos hemos reunido a celebrar la Cena del Señor, a alimentarnos de sus dos mesas: la de la Palabra y la del Sacramento.  Vayamos luego y demos frutos vitales de la misma vida del Señor.

Martes de la III Semana de Pascua

Hech 7, 51-8,1

Hoy hemos seguido oyendo el testimonio de Esteban, primer diácono y primer mártir.

Hay muchos parecidos entre el discípulo Esteban y Cristo el Maestro.

Los vemos unidos en la muerte-testimonio y hasta en la casi literalidad de las últimas palabras de uno y de otro.

El testimonio supremo, el de la vida de Esteban, es para afirmar la realidad de Cristo resucitado; él mismo se une a la muerte dolorosa de su Maestro y por ello es unido a su gloria, a su vida nueva.  El texto usa una fórmula: «se durmió en el Señor»; muerte-dormición; se despertará a una vida definitiva y gloriosa.  A los lugares donde «descansan» nuestros difuntos los llamamos «cementerios»,  que quiere decir «dormitorios».

Los primeros cristianos decían: «la sangre de los mártires es semilla de cristianos».  La sangre de Esteban da frutos óptimos en Saulo, el que «estuvo de acuerdo en que mataran a Esteban» y cuidó los mantos de los verdugos.

Jn 6, 30-35

Hoy hemos escuchado un importantísimo texto de san Juan sobre la Eucaristía, el llamado «sermón del pan de vida».

Nos aparece los contrastes entre imagen profética y realidad de cumplimiento, entre el pueblo antiguo y el pueblo nuevo, entre los dos jefes, Moisés y Cristo, y entre los dos alimentos, el maná «pan del cielo» y el verdadero «pan del cielo», el «pan de la vida», Cristo Señor.

Los escuchas del Señor eran gentes muy sencillas de Galilea, agricultoras, pescadoras, artesanas, y hablan y entienden sólo desde las necesidades primarias humanas; Jesús lo quiere elevar a otra vida, a  otras necesidades.

Conociendo nosotros esta vida, estas necesidades, hagamos hoy al Señor la misma súplica que acabamos de escuchar: «Señor, danos siempre de ese pan».

Viernes de la II Semana de Pascua

Hech 5, 34-42

El Sanedrín se había reunido para deliberar sobre el problema que estaba poniendo la predicación apostólica.  Hay una voz, la de Gamaliel, maestro de Saulo en el fariseísmo.  Con ejemplos de la historia reciente, presenta un principio de juicio iluminador para toda la vida de la Iglesia: «Si lo que están haciendo es de origen humano, se acabará por sí mismo, pero si es cosa de Dios, no podrán ustedes deshacerlo».  Esto se ha repetido muchas otras veces, a todos los niveles, y aplicado a infinidad de circunstancias personales, familiares o comunitarias.  Es esta lectura una invitación a mirar todas nuestras circunstancias, especialmente las que nos propongan un dilema, a la luz de esa perenne lección de vida que hoy la palabra de Dios nos ha presentado.

Jn 6, 1-15

¿Qué significa este hecho maravilloso de Jesús?  Él se nos presenta como el «Pan de Vida».  Este signo de Jesús da pie al siguiente «Sermón del pan de vida».

El pan es el alimento humano prototipo, expresa todo lo bueno; ¿no decimos ganarse el «pan», «compartir el pan»?

El pan es un producto humano muy sencillo, pero que expresa una red de colaboración y de servicio humanos.

Jesús es nuestro alimento, es decir, vida, aliento, expresión de unidad y fiesta, y lo es en todas las formas como hoy se nos hace presente: en su Iglesia, en su Palabra, en sus sacramentos, en el prójimo, en todos los acontecimientos.   Pero principalmente y como centro, en la Eucaristía: «tomó Jesús los panes y, después de dar gracias a Dios, se los fue repartiendo», apunta directamente a la Eucaristía.

Reconozcamos y agradezcamos este don del amor de Cristo y, en su seguimiento, tratemos de ser pan bueno, vital, que se parte y reparte.

Jueves de la II Semana de Pascua

Hech 5, 27-33

Una curiosa mezcla de autoritarismo y de miedo expresa la reacción represiva de los jefes judíos ante las enseñanzas apostólicas, de ahí que los apóstoles digan: «Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombre».

Los apóstoles no pierden oportunidad para presentar la convicción de su fe: la Pascua de Jesús, el contraste muerte-vida, humillación-exaltación y la vida y la glorificación, no como «final feliz», sino como «causa-efecto»: «se entregó hasta la muerte…. por eso Dios le dio un nombre sobre todo nombre…»

¿Por qué este testimonio tan franco, tan eficaz, tan entusiasta?  Porque es el testimonio mismo del Espíritu Santo.

¿Nuestro testimonio tiene las características del testimonio de los apóstoles?  Si la respuesta es negativa, quiere decir que nos está faltando el elemento «entusiasmador» (fuerza activa de Dios), el mismo Espíritu Santo.

Jn 3, 31-36

Jesús se revela a sí mismo como «El que viene de lo alto», «El que viene del cielo», «Aquel a quien Dios envió».  El es, pues, el revelador del Padre, su testigo, el que nos comunica su propia vida.

Jesús es el «pleno del Espíritu».  Cuando hablamos de Cristo, normalmente sólo pensamos en el Hijo de Dios hecho hombre; pocas veces el nombre de «Cristo» nos hace darnos cuenta de que tiene una referencia directa al Espíritu Santo; Jesús, el Cristo, nos da ese Espíritu que «Dios le ha concedido sin medida».

Ante este testimonio, ante esta vida que se nos quiere comunicar, no hay más que dos actitudes, creer o no obedecer, pero el resultado es «tener vida».

Vivamos nuestra Eucaristía con todo el sentido pascual del tiempo litúrgico.

Miércoles de la II Semana de Pascua

Hech 5, 17-26

Una nueva prueba para los apóstoles: de nuevo la cárcel; pero los hechos nos presentan la intervención milagrosa que los libera, y la orden: «póngase a enseñar al pueblo».

En la noche son liberados, en la madrugada ya están predicando.

Hemos oído la palabra «entusiasmo», que quiere decir: fuerza divina que mueve.

En el mundo de la publicidad y de los negocios se habla de «agresividad», es decir de una fuerza, un ímpetu, una ingeniosidad para mostrar o proponer algo.

Decía el Señor: «son más astutos los hijos de las tinieblas que los hijos de la luz».

¿Nos falta «agresividad» porque nos falta entusiasmo?  Es decir, ¿dejarnos llenar por la fuerza del Espíritu?  Considerémoslo ante el Señor.

Jn 3, 16-21

Hoy terminamos de escuchar el diálogo nocturno entre Jesús y Nicodemo.

Hay tres temas: Jesús es la expresión concreta, visible y palpable del infinito amor de Dios.  Es la carta de amor que el Padre nos envía.

Pero esta vida, que en el Padre tiene su origen y que Cristo nos comunica, tiene que ser efectivamente vida en nosotros, la podemos aceptar o la podemos rechazar.  El rechazo del amor, de la vida, es, en términos del juicio mismo de Dios.

Luego es presentado este juicio en términos de luz-tinieblas.  Cristo es la luz que viene del Padre, pero nosotros tenemos que ser luz desde El.  ¿Recuerdan el signo del cirio pascual en la noche de Pascua?

«Que así luzca su luz, para que viendo los hombres sus buenas obras glorifiquen al Padre».

Cumplamos este deseo del Señor.