Lunes de la III Semana Ordinaria

2 Sam 5, 1-7. 10

Después de la muerte de Saúl, David fue extendiendo poco a poco su soberanía sobre el territorio de Israel.  Primero domina el territorio del sur, en Judá, y pone su capital en Hebrón, mientras que en el norte, en Israel, fue puesto como rey un hijo de Saúl, Isbaal.  Era inevitable una guerra entre los dos bandos.

Isbaal fue asesinado alevosamente.  En estas circunstancias está encuadrada nuestra lectura.  Oímos de la unción de David; ya es pues jefe de todo el pueblo de Dios.  David quiere una capital en un sitio intermedio y piensa en Jerusalén, que en ese tiempo era una ciudad cananea, ocupada por los Yebuseos.  Además, también piensa en ella por su situación estratégica, pues tenía la ciudadela de Sión en una roca rodeada por los barrancos del Cedrón y de la Gehena; por esto lo que oímos: «los ciegos y los cojos bastarán para rechazarte».  Sin embargo, prevalece lo que oíamos al fin del texto: «el Señor estaba con él».

Mc 3, 22-30

Hemos oído cómo Jesús reaccionó tan vivamente a lo que decían los escribas: «Lanza a los demonios con el poder del príncipe de los demonios».

Se estaba mirando la base misma de su acción salvífica.  Sus obras maravillosas eran signo del poder mismo de Dios, anuncio de la vida nueva que El traía del Padre.  Él es el Cristo, el Ungido, es decir, el pleno del Espíritu Santo que nos comunica el don divino.

Por esto, la respuesta de Jesús.  No puede subsistir un reino si está dividido.  Y no puede mantenerse una familia si tiene rupturas internas.

La blasfemia imperdonable es el no querer reconocer que en Jesús actúa el Espíritu Santo, que el Espíritu es su animador.

Está loco, fuera de sí, dicen los parientes de Jesús; está endemoniado, dicen los sabios.

Nosotros, ¿qué decimos?  Pero hay que decirlo no sólo como un enunciado intelectual, sino como decisión de vida.

Digámoslo hoy al Señor.