Martes de la III Semana Ordinaria

2 Sam 6, 12-15. 17-19

La toma de Jerusalén termina la conquista de la tierra prometida y consagra el reinado de David.

Así Jerusalén llegó a ser no sólo la capital civil sino también religiosa de los hebreos.  Por esta razón, David hizo traer el arca de la alianza que, desde que la habían devuelto los filisteos, había permanecido en territorio benjaminita.  Mientras era transportada, Uzza, el hijo de Abinadab, se atrevió a tocarla y fue fulminado.

El arca fue introducida en una solemne procesión, con sacrificios, cantos y danzas.

Cuando David bailaba con todas sus fuerzas ante el arca, Mikal, su esposa -la hija de Saúl- lo vio y «lo despreció en su corazón».

David, sabiendo que había sido llamado por Dios para ser intermediario y donador de los beneficios divinos, realizó una acción sacerdotal notable: la de bendecir al pueblo de Dios y ofrecer sacrificios.

Y como Mikal increpó a David por haber bailado en público, éste la rechazó y ella nunca tuvo hijos.

Mc 3, 31-35

La traducción «parientes» de nuestra Biblia litúrgica expresa lo que el original griego «hermanos» quiere decir; en efecto, sabemos que las lenguas semitas, que no tienen palabras para nombrar lo que nosotros conocemos como primos o parientes cercanos, usan la palabra hermanos.

Algunos autores piensan que lo que hoy escuchamos, de alguna manera es una competencia por la primacía en la primera comunidad entre los parientes carnales de Jesús y los apóstoles y discípulos.

Jesús nos habla de un parentesco más fundamental y definitivo, el de su nueva familia: «El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».

Lo que podría parecer un rechazo hacia el principal de sus parientes, hacia su madre, es en realidad un profundo elogio.  ¿Quién mejor que María ha cumplido la voluntad de Dios?, pues según ella mismo dijo: «Yo soy la humilde sierva del Señor, que se haga en mí según lo que me has dicho».