Sábado de la III Semana Ordinaria

2 Sam 12, 1-7. 10-17

El mismo profeta que había anunciado la permanencia de la descendencia de David, aparece hoy, de parte de Dios, para provocar su arrepentimiento.  Es muy de notar cómo no condena desde fuera, no echa en cara, sino que hace despertar la conciencia del mal con la parábola del rico que mata la única oveja del pobre.  Y una vez despertada la conciencia del mal, el profeta dice: «¡Y ese hombre eres tú!».

De la conciencia de culpabilidad se pasa a la confesión de la falta: «He pecado contra el Señor».

El bellísimo salmo del arrepentimiento, el 50 que hoy recitábamos, lleva como nota introductoria: «de David, cuando después que se hubo unido a Betsabé, vino a encontrarlo el profeta Natán».

«Por tu inmensa compasión y misericordia, Señor, apiádate de mí y olvida mis ofensas.  Lávame de todos mis delitos y purifícame de mis pecados».

«Crea en mí un corazón puro, un espíritu nuevo…»  Hagamos nuestra esta oración.

Mc 4, 35-41

Después de la narración de las cinco parábolas, hoy iniciamos la escucha de cuatro milagros que Marcos pone en el espacio de un día.

Sabemos que el lago de Genesaret, por su especial situación geográfica, las tempestades súbitas no son raras.

Tempestad… en una frágil barca… qué inseguridad… a merced de los elementos… situación incontrolable.  Por esto se comparan las situaciones difíciles, cuando todo se obscurece, cuando no se ve una salida, a una tempestad.  Las habremos experimentado… enfermedad, pobreza, incomprensión, dudas.  Tal vez entonces nuestro grito a Jesús fue como el de los discípulos: «¿No te importa que me hunda?»

La respuesta será la misma que oímos: «¿Por qué tienen tanto miedo?, ¿Qué no tienen fe?»  Nuestra oración puede ser la de aquel enfermo: «Creo Señor, pero ayuda mi fe».

Que ésta sea nuestra plegaria en la Eucaristía que hoy celebramos.