1 Re 3, 4-13; Mc 6, 30-34
La oración de Salomón le agradó a Dios porque no era egoísta. El don que él pedía, aunque fuera para él, era una cualidad que quería utilizar para el bien del pueblo. Salomón pidió sabiduría práctica para la tarea de gobernar y juzgar al pueblo de Dios.
En el evangelio encontramos una mayor calidad de altruismo. Cansado por su predicación y su cuidado por el pueblo, Jesús buscó un momento de tranquilidad y reposo en un sitio solitario junto con sus apóstoles. Pero la gente los vio y lo siguió. Olvidándose de sí mismo, Jesús inmediatamente dirigió su atención a las necesidades del pueblo.
La liturgia de la Iglesia quiere que tengamos un espíritu generoso, como el de Jesucristo y Salomón. Está muy bien que presentemos nuestras necesidades personales en la liturgia (que se expresa en la Oración de los fieles), pero después de eso encontramos que la Iglesia en la Misa nos invita a ampliar nuestro horizonte más allá de nuestro mundo individual.
La oración de los fieles, que sigue a la homilía, tiene como objeto hacer nuestras las peticiones por todo el mundo. Es una clase de oración generosa que, sin excluir las necesidades particulares, refleja la amplitud de espíritu. Estas oraciones se hacen al Padre, por medio de Jesucristo, quien «abrió sus brazos en la cruz» para abrazar a toda la humanidad y derramó su sangre por todos los hombres. Estas oraciones dan el sentido universal «católico» de nuestra liturgia. Cuando tengamos intenciones espontáneas, no deben quedar fuera de la preocupación universal. Por ejemplo alguien recuerda que un pariente suyo va a ser operado. Su oración puede formularse quizá es esta forma: «Por mi primo que va a ser operado mañana y por todos los enfermos graves. Roguemos al Señor».
Jesús, en compañía de su antepasado Salomón, es un muy buen ejemplo de cómo debemos orar, sin egoísmo y con generosidad.