1Re 8, 1-7. 9-13
Oímos cómo Salomón realizó el proyecto de su padre David, de construirle a Yahvé un templo; es también la culminación de su reinado y, como se ha hecho notar la culminación de la toma de posesión de la tierra prometida. Queda consagrada la alianza entre Dios y su pueblo. La presencia del Señor se manifiesta en la nube que toma posesión de la nueva morada. Así se había manifestado la gloria del Señor en el Sinaí, luego en la tienda de la reunión.
Cuando María pregunte al ángel cómo se realizará su anunciada maternidad, el ángel le responderá: «El Espíritu del Señor vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». En la transfiguración, la nube, símbolo del Espíritu Santo, será testimonio de la gloria de Jesús.
El templo inaugurado por Salomón va a ser destruido uno 375 años después; reconstruido luego, al regreso del exilio y después, uno 10 años antes de Cristo, por Herodes, va a recibir en la humildad de sus manifestaciones a la verdadera gloria de Dios, revelada en Cristo.
Mc 6, 53-56
En la continuación del Evangelio de Marcos que vamos escuchando día a día, oímos el sábado pasado que Jesús, compadecido de la muchedumbre que andaba «como ovejas sin pastor», les daba con calma «muchas cosas», el pan de la Palabra.
Cristo es vida para nosotros, la vida misma de Dios.
Hoy escuchamos cómo Cristo es vida, y que la da no sólo con su Palabra, sino también dando la salud, la salud corporal, física, y la salud espiritual, tal como lo escuchamos en la narración de la curación del paralítico que fue descolgado por el techo. Jesús mismo lo aclara perfectamente: «para que vean que el Hijo del hombre tiene poder de perdonar el pecado»; por lo tanto, tiene poder para sanar hasta lo más profundo, lo más radical del hombre.
Aquí en esta Eucaristía estamos ante el Señor que salva, que comunica la vida misma de Dios con la Palabra y el Sacramento. Acerquémonos a El con la confianza de aquella pobre gente que, llena de fe, llevaba hasta Jesús a sus enfermos.