1 Re 18, 41-46
El profeta había anunciado al rey Ajab una gran sequía: “En estos años no habrá rocío ni lluvia, si yo no lo mando». Ajab había desagradado profundamente a Dios, pues, públicamente había dado culto al dios de su esposa Jezabel, a Baal de Sidón. Después de la gran prueba de la consumación del sacrificio que señalaba la verdad de Dios contra los sacerdotes de Baal, viene la gran prueba de la lluvia que vuelve a vivificar la tierra.
En todos estos acontecimientos siempre aparece la grandeza de Dios. Por siete veces no se ve el menor indicio de la lluvia esperada, por fin, aparece una nube, nos decía el relato, pequeñita «como la palma de la mano»; el profeta reacciona diciendo: «ve a decirle a Ajab que enganche su carro y se vaya, para que no lo detenga la lluvia».
«Si su fe fuera como del tamaño de un granito de mostaza, dirían a esa montaña: muévete…» nos enseña el Señor.
Pidamos esa fe movedora de montañas, empapadora de sequías, para nosotros.
Mt 5, 20-26
Hemos comenzado a oír una serie de palabras de Jesús contrastando la Ley antigua y la nueva Ley del amor que vino a implantar, mucho más libre y al mismo tiempo más exigente. «Han oído que se dijo… Pero yo les digo…»
Jesús quiere no sólo que los frutos no sean malos, sino que pide que aún las raíces sean buenas.
La justicia de que habla Jesús y que pide a sus discípulos es mayor que la que pedían los escribas y fariseos. La justicia no es dar a cada uno lo que le corresponde, sino que el Señor habla de una justicia que implica santidad, perfección en imitar a Dios.
¿Venimos aquí a la Eucaristía en esa actitud? o ¿nos quedamos en expresiones externas de paz y unidad y el corazón sigue cultivando resentimientos y separaciones?