Ef 2, 1-10
Hemos escuchado, hermanos, la contraposición entre el hombre sin Dios y el hombre con Dios en Cristo; Pablo lo llama en otro lugar el hombre carnal -no con connotación sexual, sino el hombre solo, según la naturaleza- y el hombre espiritual, movido por la fuerza del Espíritu Santo; el hombre según Adán, el primero, y el hombre según el nuevo Adán, Cristo.
En efecto, el hombre nuevo ha sido asociado a la Pascua misma de Cristo, a su muerte y su resurrección, por eso «con Cristo y en Cristo» hemos sido resucitados y tenemos un lugar en la gloria.
«Por Cristo, con Cristo, en Cristo», esta fórmula con la que se termina la Oración eucarística y que recibe la aprobación de todos los participantes, hoy apareció dos veces.
Es el regalo maravilloso del amor infinito del Padre. Juan lo expresaba así: «Dios es amor», «tanto amó Dios al mundo que nos dio a su propio Hijo».
Tratemos de hacer vida práctica lo que hemos proclamado.
Lc 12, 13-21
El pasaje evangélico que escuchamos hoy es exclusivo de Lucas. Como es muy normal, la parábola propuesta por Jesús aclara su enseñanza que muchas veces es provocada por algún hecho. Aquí, es el caso de la petición de que Jesús interviniera para la distribución justa de una herencia.
La ley judía establecía los modos de legación hereditaria de bienes pero no era extraño que se pidiera a un rabino peritajes o arbitrajes.
Jesús nos sitúa de nuevo en un puesto de observación perfecto para mirar con cuidado las diversas clases de bienes: los materiales, brillantes, inmediatos; los de la mente y también los espirituales, mucho más obscuros, exigen un esfuerzo de profundización, de fe. De aquí el peligro de quedarse con lo más inmediato y atractivo y de descuidar lo más valioso en la realidad.
Esta enseñanza de Cristo, como muchas otras, pide de nosotros una continua evaluación, exige un continuo trabajo de rectificación.
Recibamos sinceramente la enseñanza, hagámosla verdad con la fuerza del Sacramento.