Martes de la XXIX Semana Ordinaria

Ef 2, 12-22

Los niños atraviesan un período en que manifiestan disgusto con su familia y con su hogar.  Normalmente no es una fase grave de rotura.  Sencillamente le tienen envidia a un amigo por su casa y piensan que les gustaría ser parte de su familia.  Lo cierto es que experimentamos, cuando esto sucede, muy superficialmente la familia del amigo.  Es la antigua idea de que: «el pasto se ve más verde del otro lado de la cerca».

Sin embargo, uno experimenta un profundo sentimiento de tristeza cuando ve desde afuera hacia dentro y se mira excluido de una relación que se contempla como hermosa.  Dios formó una bella relación con su pueblo escogido.  Y cuando vino Jesús, la relación se ensanchó.

La primera lectura explica: «Ya no son ustedes extranjeros ni advenedizos».  No miramos desde fuera hacia dentro.  Somos «conciudadanos de los santos y pertenecemos a la familia de Dios».  Por voluntad de Dios y el sacrificio de su Hijo en la cruz, hemos sido introducidos a la familia de Dios y hemos sido constituidos miembros de esa familia con derecho a la herencia.  Esta herencia consiste en el hogar de la vida perfecta y eterna en el cielo.  No tenemos que envidiar a nadie de aquí o del más allá, porque formamos parte de la familia de Dios.  El comparte con nosotros su amor y nos promete la alegría de su mansión eterna.

Lc 12, 35-38

El Señor nos ha dado hoy una enseñanza muy especial acerca de la actitud de amor vigilante que hemos de tener: «estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas». 

Es una característica del amor el tener una actitud vigilante, siempre activa, siempre tendiente hacia el objeto del amor.

Así tiene que ser nuestra vida cristiana, una vida de una continua esperanza, esperanza que debe ser alegre y activa.

Es muy digna de notarse la recompensa que el Señor Jesús promete a los criados vigilantes: «… los hará sentar a la mesa y El mismo les servirá».  Así será la recompensa para el que sea fiel.