Lunes de la III Semana de Adviento

Núm 24, 2-7. 15-17

En la primera lectura escuchamos una profecía muy singular.  Se trata de un profeta, es decir, de alguien que inspirado por Dios habla en su nombre; pero no es un profeta del pueblo de Israel, sino que es un extranjero y, en el caso, enviado en contra de Israel.  Se trata de un profeta originario de Siria.  Israel se va adueñando de la tierra prometida; el rey de Moab, temiendo ser atacado, mandó traer al profeta y le encargó que maldijera a Israel para alejarlo de sus dominios, pero los oráculos del profeta fueron de bendición y no de maldición. 

El rey Balaq le decía: “ya que no los maldices, por lo menos no los bendigas” Respondió Balaam: “¿No te he dicho que hago todo lo que me dice Dios?”

Colocado el profeta en un lugar desde donde podía ver a todo el ejército de Israel acampado, pronunció el bellísimo oráculo que acabamos de escuchar.  Este oráculo, la tradición cristiana lo ha visto como mesiánico.  La imagen de la estrella—la luz—y el centro—el poder—, dominan todo el oráculo que va a encontrar su perfección en la promesa del ángel: “Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin”.

Mt 21, 23-27

Los fariseos y todos aquellos que habían sido perjudicados por la expulsión de los vendedores del Templo, se unen para poner a prueba a Jesús. Podrían tramar algo así: “A ese maestro tenemos que acusarle de blasfemo. Si le tiramos de la lengua y le provocamos con adulaciones nos dirá quién es, lo que la gentuza anda pregonando de Él: que es “divino”, que es hijo del Altísimo… o algo por el estilo. Entonces será más sencillo acusarlo…”

Pero Jesús conoce sus pensamientos, sus intenciones torcidas y su mala fe. No responde, porque ellos tampoco tienen el valor de reconocer su pecado. Jesús enseñaba con autoridad, no como los escribas y fariseos. Mientras ellos se refieren a las tradiciones, a interpretaciones o a normas, Jesús habla en primera persona. “Yo les digo”… su autoridad moral es incomparable porque a su doctrina añade la convincente fuerza de sus milagros. Habrá quien no crea en sus palabras, pero ¿y a los hechos? ¿Quién los podía negar? Como arguyó ante los fariseos el ciego de nacimiento recién curado: “si éste (Jesús) no viniera de Dios, no podría hacer nada”. Pero he aquí que “topamos” con el misterio de nuestra libertad humana, que es capaz hasta de negar lo que es evidente.

La libertad es el mayor don que hemos recibido y también nuestro mayor riesgo. Con ella podemos aceptar a nuestro Creador, pero paradójicamente también negarle. Dios no nos ha “programado”, para que le aceptemos por obligación. No somos computadoras, sino que nuestras opciones son libres. Prueba de ello es que podemos optar por lo que no es de Dios. ¡Qué responsabilidad tenemos para saber usar bien de ella! Y ser libre es optar por obrar según la conciencia.

No según es simple gusto… porque la conciencia responde ante Dios del bien, de lo mejor, y también del mal. Por ejemplo: una mentalidad materialista, no puede ser libre, porque está condicionada por el dinero, etc. Por tanto, si la libertad está gobernada por una conciencia recta, regida por la ley del amor (generosa, veraz, sincera y sacrificada), aunque pueda equivocarse alguna vez, también sabrá reencontrar el camino y elegir siempre lo bueno.

Dios habla en nuestro interior, lo ilumina para que nuestra libertad sea siempre la de un buen hijo ante su Padre.