Deut 26, 16-19
La lectura del Deuteronomio nos ha presentado la alianza, el pacto que Dios hace con su pueblo: «Yo seré tu Dios, tú serás mi pueblo».
Nosotros somos hoy el pueblo de Dios, con nosotros Él ha hecho la alianza suprema y definitiva en Cristo Señor.
En la palabra misma «Iglesia» está la raíz griega Kaleo, es decir, llamar. Dios toma la iniciativa, El invita, convoca; el pueblo escucha la invitación, atiende al llamado y se reúne. Dios, con su palabra, va formando a ese pueblo, lo ilumina, lo guía, lo alienta; cuando es necesario, amorosamente lo increpa. Luego hace con él su alianza. Es lo que nosotros, día a día, vamos viviendo, experimentando en nuestras celebraciones eucarísticas.
Hoy, el Señor nos ha recordado que al don perfecto de su amor tiene que corresponder la efectividad de nuestro amor.
Mt 5, 43-48
De nuevo encontramos la palabra del Señor Jesús que nos aparece como perfeccionador y culminador de todas las expectativas y mandatos de la antigua alianza. «Han oído ustedes que se dijo… pero yo les digo…»
El mandamiento del Señor es desconcertante, enorme, podemos decir, imposible: «sean perfectos como su Padre celestial es perfecto».
Sí, efectivamente, mandato imposible en él mismo. Pero Jesús nos diría: «Yo te he abierto el camino, yo te doy las fuerzas para este actuar, yo te acompaño y te aliento».
Este mandato es expresado de otro modo: «sean misericordiosos como su Padre es misericordioso»; lo sabemos, fue explicitado en: «un mandamiento nuevo yo les dejo, un mandamiento nuevo yo les doy, que se amen unos a otros como yo lo he amado».
No olvidar que nos podemos llamar verdaderamente cristianos sólo en la medida que estemos efectivamente intentando cumplir este mandamiento.